Siempre fuí una niña encantada con las palabras. Recuerdo haber visto las cartas en el periódico e imaginar la gran cantidad de información que contiene. Todo parecía tan confuso. A los 5 años ya estaba preocupada por la dificultad de aprender a leer y escribir, así que desde temprana edad mezclé las letras que conocía en un intento de escribir una oración. La primera palabra que aprendí a escribir fue mi nombre. En consecuencia, había manoella escrita en todas partes de la casa. Ya había aprendido el alfabeto, así que cuando quería escribir algo, mi maestra dictaba las letras y las escribía en papel. El problema es que no sabía que debería haber una orden al escribir, lo que resulta en una carta a Santa Claus con palabras sueltas en cada esquina de la hoja. Años después, allí estaba aprendiendo el sonido de letras, consonantes y vocales. Fuí muy dedicada porque deseaba poder escribir mis historias. Mis primeros trabajos son divertidos, contienen los errores más comunes entre los niños. Pasaron los años y creé un gran gusto por la escritura, siempre superando el límite de línea deseado por la maestra en las producciones textuales. Me gustaba hacer historias y leer a la clase. Poco después, tive una serie de blogs donde escribí sobre todo lo que me interesaba. Debido a esta costumbre, siempre fuí una niña con mucha facilidad de escribir y percibir errores de lenguaje. Hoy escribo menos que en mi infancia, pero todavía soy fascinada por el poder de las palabras y cómo la escritura toca a las personas.